El cuaderno prohibido by Alba de Céspedes

El cuaderno prohibido by Alba de Céspedes

autor:Alba de Céspedes
La lengua: spa
Format: epub
editor: Seix Barral
publicado: 2022-07-04T11:14:29+00:00


10 de marzo

Esta noche me he acostado pronto pero no podía dormir. La oscuridad me oprimía; se me llenaba la mente de palabras e imágenes que me mantenían despierta con una inquietud insuperable. Temía quedarme hasta el amanecer con los ojos abiertos como platos en la oscuridad y con esa confusión de ideas, así que me he levantado de la cama sin ruido para no despertar a Michele. He cogido la bata y las zapatillas, y me las he puesto cuando ya estaba en el pasillo. Me latía fuerte el corazón porque no recurría a esas artimañas desde que era niña: tenía miedo de Michele como entonces de mi madre. Luego no lograba encontrar el cuaderno en el armario de tan cuidadosamente como lo había ocultado entre los pliegues de una sábana. Cuando lo he encontrado por fin, me he abrazado a él como a un tesoro. Pero si Michele se levanta y viene hasta aquí, estoy perdida. No tengo ninguna excusa plausible y me aterra la idea de que pueda leer lo que me dispongo a escribir. Sin embargo, pensándolo bien, debo reconocer que no ha ocurrido nada nuevo; igual soy yo, que tengo demasiada imaginación. Me repito que es imposible, que me conoce desde hace muchos años, que estuve con él de joven, cuando decían que yo era hermosa, no es posible que esto suceda justo ahora: sin embargo, estoy convencida de que el director me ama.

Hoy me esperaba con impaciencia, estoy segura. Nada más oír la llave en la cerradura, debe de haber venido a mi encuentro porque, al cerrar la puerta, ya estaba frente a mí en el vestíbulo. Yo me he reído bajito, como si hubiera llegado allí tras una fuga. Él también se ha reído, ayudándome a quitarme el abrigo. He encontrado un ramillete de mimosas sobre mi mesa. Mientras lo miraba, para asegurarme de que hubiera sido él antes de darle las gracias, ha dicho, casi disculpándose:

—Tenemos el jardín lleno de mimosas, han florecido ya todas. Así que he cogido un ramillete y me lo he metido en el bolsillo; se han marchitado un poco.

Apenas le he dado las gracias, no quería dar importancia a un gesto que en el fondo es natural. La mimosa tenía un aroma cálido, la he olido largo rato y luego me la he puesto en el ojal del vestido. Él estaba delante de mí, mirándome sin decir nada: he levantado los ojos hacia él, sonriendo, y por primera vez he pensado que se llama Guido.

Hemos trabajado dos horas; yo estaba muy nerviosa. He visto su firma y su nombre en el papel con membrete un sinfín de veces, y, sin embargo, cada vez que me miraba, yo pensaba «Guido» y, ruborizándome, volvía a bajar la cabeza sobre la mesa. Me sentía incómoda y emocionada: me parece que solo desde hoy me mira como a una criatura humana.

Ya está, esto es todo, no hay más. Hemos adelantado mucha correspondencia, hemos discutido algunos problemas urgentes y después ha dicho:

—Bueno, ya basta por hoy.



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